El brillo dorado de las flechas le iluminó la cara y su alma traviesa se agitó con tal fuerza como si tuviese alas.
Acarició las flechas desde el borde, pasando por la cresta, luego el eje hasta llegar a la punta. Se acomodó la vincha que sujetaba sus cabellos y partió muy temprano, porque ese día era el día de caza.
Apenas había descansado, llegó al lugar que más le sugería su instinto, levantó su brazo y alcanzó una flecha con punta de oro y tenso el arco un par de veces midiendo su resistencia ante un objetivo. Acomodó su mano de arco, contrario a su ojo dominante Acomodó el punto de anclaje en su mano de cuerda. En ese instante distinguió sus movimientos y apunto directo al corazón.
Y así transcurrió el día soltando flechas de oro para conceder el amor y también algunas con punta de plomo para sembrar el olvido de algún dolorido corazón.
Con el arco de Cupido todo era posible: “poner, quitar, otorgar y vetar “(1).

(1) Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte, Capítulo XX.
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